Encontrar una costurera seria, al menos en La Habana, siempre resultó para mí una aventura que por lo general terminaba en disgusto a causa de las chapucerías, los altos precios y/o las demoras en el servicio. Después de varios cabezazos, incluso me prohibí comprar una prenda de ropa si no me queda como anillo al dedo. ¡Ni hablar de mandarme a hacer una pieza nueva!
Por eso cuando se presentó como modista no pude más que dudar. Sin embargo, hablaba con tanta pasión de su trabajo y promocionaba con tanto gusto sus modelos que me recordó a Melita, la costurera de mi infancia, la que me hacía aquellas batas de guinga y encajes con las que lucía como un merengón.
“He logrado que mi trabajo sea reconocido, por eso me esmero para que cada cliente quede satisfecho. Además, esto es lo que más me gusta hacer”, me dijo aunque no hacía falta, ya me había convencido de volver a aventurarme. Un vestido de regalo, demasiado grande a pesar mío, me obligaba a encomendarme otra vez. Ya de visita en su taller, sentí curiosidad por la historia de esta rara costurera, que tendría lista mi pieza la próxima semana y aseguraba ¡calidad!
Al lado de la máquina de coser que su padre le regaló a los 15 años y que todavía hoy utiliza, Marla Carrio Guerra me cuenta que su mayor alegría y orgullo es hacerle ropa a su familia o que su hija le pida una prenda para una ocasión especial. Aunque eso solo puede hacerlo cuando los encargos disminuyen, y eso cada vez sucede menos. En la habitación que funciona como su centro de operaciones y donde cose junto a dos trabajadoras, se han confeccionado los manteles, servilletas y vestuarios de varios de los restaurantes y bares privados de La Habana.
Reconoce que el desarrollo del cuentapropismo le ha beneficiado “muchísimo” y aunque producir en serie puede ser algo aburrido — me confiesa —…..
Gracias a su trabajo, Marla puede clasificarse como “una mujer independiente”, que se da el lujo de poner sus propias reglas. Por ejemplo, destina determinados días de la semana a recorrer la ciudad en busca de clientes. En las firmas extranjeras y las embajadas ha encontrado un mercado seguro. “Son personas muy ocupadas que nunca llegarían a mi taller, por eso voy a sus oficinas, allí les tomo medidas y luego regreso con la mercancía terminada”. Pero está consciente de que un vecino no pagaría esas mismas tarifas, por eso para las personas del barrio tiene tarifas preferenciales: “no les ofrezco gratis el servicio pero sí a precios muy accesibles, y también en períodos de escasa demanda, confecciono piezas pequeñas como shorts, agarraderas, servilletas de cocina, y las vendo aquí mismo”.
A veces su familia le pide que baje el ritmo, su esposo ha tenido que ponerse fuerte con ella para que tome un descanso. Si su voluntad hiciera magia ella le sumaría horas al día para poder dedicarle más tiempo a esta labor que es su presente y futuro.
Cuando la materia prima se pierde, surge algún inconveniente en la familia o en el taller, Marla se sienta frente a su máquina predilecta: “Sé que siempre voy a hacer esto porque aunque tenga el mayor problema de mi vida, me siento a coser y lo malo queda detrás de la puerta”.
por ANA LIDIA GARCÍA | Abr 10, 2017